martes, 13 de diciembre de 1994

DE LA TRIBU CELESTE

Por: Antonio Cisneros Campoy


Yo vine al mundo, es decir al gramado, con la celeste puesta. Una década después nació Cristal. Mi padre, sus hermanos y todas las dinastías de mi casa eran hinchas del Sporting Tabaco. Y en el poblado santoral de mi más tierna infancia, tenían un sitial de privilegio Eugenio Zapata, Germán Colunga, Alfredo Cavero, Ernesto Villamares, Faustino Delgado, Vicente Villanueva, Leonidas Mendoza, alias “Tundete”, y el gran Condemarín. Ángeles y demonios a la vez.

La felicidad de los domingos eran esas tribunas de madera y color terracota en el Estadio Inglés. Siempre con mi padre y mi tío Paco y mi primo Nicolás. Por entonces sólo se jugaba con la luz del día. En el 52 se inauguró el Estadio Nacional. El mejor iluminado de Sudamérica, según decían.

Aún recuerdo la primera noche del Sporting Cristal. Era mi equipo de siempre y no era el mismo. Usaban unas camisas de satén en vez de camisetas y el celeste había cedido al azulino. Para mi tranquilidad, la mayoría de los tabacaleros seguían en la escuadra. Allí estaban gloriosos bajo los reflectores y el confeti. La novedad era la terna de uruguayos Sacco, Zunino y Acuña. Un equipo poderoso había nacido y ese mismo año campeonó. Fue en 1956.

El Tabaco nunca tuvo gran hinchada. Tampoco en sus orígenes el Cristal. Aunque, a diferencia de sus modestos predecesores, los cerveceros y sus recursos millonarios despertaron muy pronto las envidias de los eternos intocables, el Alianza y la U. Era natural. Por lo demás, la popularidad de la celeste me tenía sin mayores cuidados. Al fin y al cabo, el Cristal (como antes Tabaco) era casi una tribu familiar.

(Dicho sea de paso, creo que mi primo Nicolás guardó esa soledad toda su vida. Marino mercante entre el Callao y Yokohama, murió a los cuarenta años en un pueblo de Texas apartado del mar).

Nadie en el barrio o el colegio codiciaba la casaquilla del Cristal. De modo que entre los dos asumimos la gloria del equipo completo. Ismael Soria que venía de triunfar en Millonarios, el diablo Gallardo, Del Solar, Asca por supuesto, el granítico Chumpitaz y hasta el watusi Arizaga, que con su sola presencia levantaba los abucheos del estadio. Cuando Alberto Gallardo, con un salto felino, le rompió el alma a un par de matones de Boca en la misma Bombonera, Nicolás y yo nos consagramos para siempre. O todo el verano por lo menos.

Creo que mi amor por las buenas bodegas de italianos tiene que ver con el fútbol. Esas noches nubladas, a la salida del estadio, con frecuencia acompañaba a mi papá y a su grupo de amigos al viejo Malatesta. Cervezas heladas y queso gorgonzola. Una coca-cola para mí. Animoso al principio, terminaba dulcemente aburrido entre charlas y risas que casi no entendía.

A lo largo de mi viajera vida, el corazón celeste me ha acompañado por varias latitudes. Ahí, donde sentaba mis reales, solía procurarme algún equipo que de alguna manera recordara al Cristal. A la camiseta del Cristal. Celeste era, por ejemplo, la del MTK de Hungría, representante de las fuerzas armadas y colero perpetuo. Celeste era también la del Southampton Regal en Inglaterra, un bodrio de excepción. Cosas del fútbol como dicen.

Aunque ahora voy poco al estadio hay un hincha maravillado que siempre vive en mí. No he perdido la costumbre de empezar la lectura de los diarios por la última página y los programas deportivos, junto con las películas de terror inglesas, son mis favoritos en la televisión. Hasta hace pocos años, solía toparme con el gran Rafael Asca por los alrededores de la calle Shell en Miraflores. Qué placer saludarlo, agradecido, con un ceremonioso “Buenas, don Rafael”, en nombre de ese niño solitario y feliz.

Tomado de: El libro del buen salvaje, crónicas de viajes
Cisneros Campoy, Antonio. Lima
Peisa, 1994